Si alguien hubiera mirado por la ventana, no habría visto nada más que la espalda
encorvada de una señora mayor vestida con gran esmero, cuyo moño blanco como la
nieve y un poco deshecho se balanceaba sobre la caja registradora envuelto en la
indulgente luz de una tenue lámpara de techo. Si acaso, habría observado cómo la
mujer trazaba una enérgica raya debajo de una lista que había anotado en un
antiquísimo cuaderno de contabilidad. Luego, la anciana cerró el cuaderno con el
mismo brío con el que abrió el bolso de mano que estaba al lado, extrajo de él un
monedero del que a su vez sacó un billete de un valor más bien escaso y lo depositó
en la caja. El observador habría visto que su estrecha mano salpicada de las manchas
propias de la edad, pero por lo demás aristocráticamente pálida, cerraba a
continuación la caja registradora y luego la rozaba de nuevo —como quien da un
golpecito en el hombro a un viejo amigo para consolarlo—, para levantarse al fin,
recorrer las estanterías que llegaban hasta el techo, contemplarlas y susurrarles algo y,
por último, apagar la luz y salir de la pequeña tienda por la puerta de atrás.

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