Pero Isidore le abrió los ojos: le enseñó que el tejido vivía y respiraba, que tenía su personalidad y su propio carácter.

 La seda, decía, era terca; el linón, hosco. El estambre era duro; la franela,
vaga. Le enseñó a cortar la tela de manera que no se frunciera ni se estropeara, le
habló de bieses y de orillos. Le enseñó a sacar patrones y dónde marcar con
jaboncillo e hilvanar. Le enseñó a utilizar la máquina de coser, los distintos hilos, a
colocar las modernas cremalleras de forma que quedaran ocultas en la costura y a
coser ojales y dobladillos. «En espiga, Ada, en espiga». Las mujeres parecían
maniquís. Era un mundo mágico. Cabello bonito y vestidos brillantes. Incluso bragas
a medida. Isidore le enseñó ese mundo, y Ada lo quería para ella.

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