—Se ve que me tiene envidia.

—¿Envidia de qué? —pregunté rauda y veloz, y casi ofendida.
Envidia, decía. Si no había una palabra para describir lo que yo sentía por mi
hermana, la envidia se quedaba en bragas y en tetas al lado de lo que yo sentía. Yo
sentía una cosa que iba mucho más allá. Que mi hermana estuviera disfrutando de lo
que yo había anhelado durante parte de mi vida era una sensación a la que la Real
Academia de la Lengua aún no le había puesto nombre

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