Como no quería escuchar más sandeces, bajé al italiano a por una ensalada de
pollo para mi padre y una pizza para mí y para mi hermana. Porque Lu quería pizza, y
yo como no podía conseguir lo que quería, o sea, que se fueran de mi casa, decidí
entregarme a los hidratos cual náufrago recién rescatado. Sin importarme el peso de
mañana. Si en dos semanas corriendo por el parque no había conseguido adelgazar,
una pizza tampoco me podía hacer engordar. Ya, ya sé que nunca funciona así, pero
una se engaña como puede.

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