Atravesé el umbral y la señora Bell me tendió una mano huesuda de piel casi
traslúcida en la que las venas sobresalían como cables azules.
Cuando me sonrió, en su rostro todavía atractivo se formaron multitud de arrugas que atrapaban
aquí y allá partículas de colorete rosa.
Sus ojos claros tenían motitas grises.
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