Ada Vaughan salvó de un salto el umbral, aún húmedo de los restregones y el
polvo de minio de esa mañana. El cielo era denso, los cañones de las chimeneas
lanzaban bocanadas de hollín al aire.

 La hilera de casas recorría la calle entera, la carbonilla adherida a los característicos ladrillos amarillos y a los visillos marrones, que trataban de escapar por las ventanas abiertas con el viento trabado de la ciudad.


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