Tímidamente, la siguió a la alcoba, donde le costó trabajo reconocer los muebles,
sobrecargados como estaban de vestidos, sombreros y cajas. Una blusa de seda
blanca abría los brazos con una especie de impudor sobre la mecedora, y en medio de
la cama, todavía sin hacer, unas medias color carne y un camisón rosa melocotón
aparecían amontonados. Apartó la vista horrorizado. Su mirada vacilante se dirigió a
continuación hacia la chimenea, en la que frascos y perfumes y cajas de cosmética se
disponían al azar. En su mesa de trabajo, una polvera de plata estaba abierta, dejando
ver una bola blanca y redonda, parecida a una pequeña nube. Entre esas paredes
flotaba un olor terriblemente dulce y embriagador, que trató por todos los medios de
no respirar, un olor a lilas.
Una vez más, ella se echó a reír:
—¿Es mi desorden lo que le hace poner esa cara? ¡Pero, vamos, una mujer vive
en medio del desorden! —lo contempló con el puño apoyado en la cadera—: ¿Acaso
no ha visto usted nunca una habitación de mujer?


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