Se levantó, devolvió el libro a la biblioteca y salió. Gotas de lluvia golpearon su
rostro y aspiró el buen olor que emanaba la tierra húmeda, un olor ligero, suavemente
turbador, que respiró no sin placer con las fosas nasales abiertas. Luego, subiéndose
el cuello de la chaqueta, bajó los peldaños de la biblioteca y cogió por el paso que
conducía a la gran avenida. Por encima de él, ráfagas de viento pasaban entre los
árboles, dispersando las hojas en el aire con potente grito sordo que callaba
bruscamente para reanudarse al momento. A Joseph el frescor de la noche le pareció
delicioso y experimentó tal bienestar que, a pesar suyo, sonrió como preso de una
dicha secreta. Su pecho se inflamó. Sin darse cuenta, andaba cada vez más deprisa,
con las manos en el fondo de los bolsillos. El deseo de echar a correr le sorprendió de
pronto, aunque lo dominó por la simple costumbre de vencerse. Pero lo que, no
obstante, no consiguió reprimir fue una extraordinaria alegría de vivir que le brotaba
de lo más profundo del corazón e invadía todo su ser, sin que, por otra parte,
consiguiese explicárselo.

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