María mira con arrobo a Jesús. Le ama con locura. Todos los que se reúnen en torno a Jesús sólo
quieren estar con él. Mirarle, escucharle, sentir su presencia. A veces tienen miedo,
porque el cielo se abre y aparecen fantasmas. Profetas y patriarcas que hablan con
Jesús envueltos en una luz blanca y brillante. Tienen miedo de aquel hombre que
puede hacer una masa con saliva y barro y curar a un ciego. Les asusta su potente
voz, que es capaz de ordenar a un paralítico que se meta en una piscina y salga por su
propio pie. María le sigue desde Magdala. Está enamorada de aquel hombre y quiere
seguir a su lado. En Canaán dijo públicamente que le amaba. María compró todo el
perfume de nardo que vendían los comerciantes de Siria y lo derramó encima de
Jesús, en el pelo, en los pies, en las manos. El olor emborrachó a los invitados de la
boda y ella, en un sensual abandono, besó públicamente a aquel hombre extraño,
imprevisible y puro. Jesús se dejó acariciar la cara con minucioso deleite. María besó
sus ojos, sus manos, sus rodillas y hasta los pies. Su pelo rojo fue como una toalla de
lino que secaba el rastro de perfume y las lágrimas enamoradas.

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