De pronto, volvió a ver a Mrs. Dare con su
boca pintada y su cigarrillo, y abrió mucho los ojos, como si hubiese recibido un
golpe. ¿Estaba salvada? Aquella voz dura e insulsa, fina como una cuchilla, resonó en
la cabeza del chico: «¿Se marcha usted, señor Day? Justamente, Moira llega mañana.
Volverá a su habitación». Mañana, es decir, hoy. Mientras él estaba tumbado en el
suelo, Moira dormía en su cama, en la cama en la que durante tres semanas había
dormido él. Hallaría una hondonada a la altura de los riñones que la obligaría a
doblarse un poco, a amoldarse a la curva de esa especie de depresión. Fue ella quien
había hundido el colchón en ese sitio; fue su carne, el peso de su carne.

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