Llueve. Y hacía tiempo que no tenía esa desagradable sensación de angustia que te agarra los pulmones. De temor a lo que pueda suceder. Con los años he aprendido a reconocer algunos miedos y el de la lluvia es producto de mi paso por aquel colegio. La lluvia era nuestro castigo. A las que normalmente nos portábamos mal nos obligaban a bajar al patio en mangas de camisa y a sentarnos sobre la arena hasta que la tormenta amainara, en silencio, bajo la constante mirada de un paraguas sostenido por el odio. Sin poder hablar. Después, pasábamos empapadas el resto del día y, cuando llegábamos a casa, lo único que queríamos era desaparecer entre las sábanas, lejos de la mirada de nuestras madres, y que nos dejaran en paz.

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