Mi abuela tenía una tienda de corte y confección en el barrio de Malasaña, en la
calle Velarde, a unos metros de la plaza Dos de Mayo. Era un local enorme, con una
gran cristalera que daba al exterior, un suelo de cerámica de colores, estanterías de
madera de roble que cubrían de arriba abajo todas las paredes, un mostrador nacarado



lleno de mil cajones diminutos y, al fondo, un pasillo altísimo y estrecho con acceso a
otra sala y a un gran patio de luces lleno de plantas, helechos y jaulas de pájaros,
donde mi abuela tenía el taller. Se dedicaba sobre todo a hacer sombreros y tocados.
Yo pasé allí parte de mi niñez jugando entre fieltros y alfileres y viendo a mi abuela
trabajar con sus manos, creando verdaderas piezas de arte

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