Las chicas con las que yo iba al colegio sólo pensaban en casarse, en escoger cortinas y en quitarse de la cabeza todo lo aprendido durante diez o doce años de clases.
 Creían que yo estaba tan loca como la liebre de marzo por desear siquiera leer algún libro no recomendado en el programa de estudios, no digamos por querer ir a la universidad.

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