Había que ser alguien para poder arrendar una vivienda allí, decía siempre la madre de Ada.
Alguien, ¡ja! Sus padres no reconocerían a uno de esos «alguien» aunque les diera un
sopapo. Quienes eran alguien no vendían el Daily Worker a la puerta de Dalton los
sábados por la mañana, ni rezaban el rosario hasta hacerse callos en los dedos.
Quienes eran alguien no se hablaban a gritos o se pasaban días enfurruñados sin decir
ni pío. Si Ada tuviera que elegir entre su madre y su padre, escogería sin dudarlo a él,
a pesar de su genio y sus frustraciones. No quería ganar el cielo, sino la salvación
aquí y ahora; un último empujón y el edificio de prejuicios y privilegios se
derrumbaría y todos tendrían el mundo que Ada anhelaba. La salvación de su madre
llegaría tras su muerte y una vida de sufrimiento y dolor. Los domingos, en la iglesia,
Ada se preguntaba cómo alguien podía hacer de la miseria una religión.

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