Echando la mirada atrás, veo que los primeros nueve meses después de la muerte de Will estaba como aturdida. Me fui directa a Paris, y luego no volví a casa, llevada por la libertad y los deseos que Will había despertado en mí. Encontré un trabajo en un bar frecuentado por expatriados donde no les importaba mi horrible francés, y lo mejoré.
Alquilé un ático diminuto del barrio 16, encima de un restaurante de Oriente próximo, y me pasaba las noches despierta, escuchando el ruido de los bebedores noctámbulos y los repartidores más madrugadores, y cada día tenía la sensación de que estaba viviendo la vida de otra persona.
 

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