No escribía un diario desde que tenía diecisiete años; de hecho, dejé de hacerlo poco
después de terminar el bachillerato, no sé por qué. Sin embargo, había llevado uno
con mucha regularidad desde los doce o los trece. (Acordarme de buscar mis diarios
en las cajas de cartón del sótano.) Recuerdo que en aquella época pegaba toda clase
de cosas en sus páginas: entradas de cine o de teatro, de las películas o las obras que
había visto, hojas de árbol recogidas durante un paseo o tíquets de lo que había
tomado en terrazas de cafés, que incluían la fecha y la hora exactas en las que había
estado allí. Creo que pegaba aquellos elementos como si fueran «pruebas de
convicción»; pruebas que me ayudaban a situarme en el mundo y, sobre todo, a
demostrarme que existía.


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