Comenzaba a comer en primer lugar y nosotros la seguíamos. 
No se nos permitía que abandonáramos la mesa, ni que cuchicheáramos, ni que dejáramos restos en los platos.
 No se nos permitía que habláramos en alto, ni que corriéramos por la casa, o tocar lo que luego no
devolviéramos a su lugar. La abuela nos controlaba con sus ojos inquisitivos, y se
enfurecía si manchábamos algo. Antes de acostarse daba vueltas por toda la casa con
un paño con el que limpiaba todo lo que pudiera haberse ensuciado; las manillas de
las puertas, los vasos de licor o las peras de las luces de noche, que colgaban junto a
la cama como extraños huevos negros.

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