—Quiero decirte una cosa. Tengo que decirte una cosa. Pero…
—Pero ¿qué?
Ella lo miraba directamente a la cara, confiada.
—No estoy preparado. No soy capaz.
Mathilde se mordió la mano, soltó una risita nerviosa e interrumpió el típico
discurso del perdedor. Disparó una ráfaga de palabras con la voz quebrada.
—Me estás dejando sin saber por qué.
Como si estuviese preparada, como si lo supiese ya todo.
—Tómate otra copa, Diego, vas de maravilla. Y ya que estamos, jódete. Tú y tus
rollos. ¿Ves a esos dos? No se sueltan estos rollos. Se quieren, follan y ahora se
casan, porque de uno de sus formidables polvos nacerá un niño. La vida es eso,
Diego: querer, follar, concebir, morir. Tú nunca te involucras, te gusta quedarte al
margen. Te resulta cómodo.
Ante tamaña franqueza Diego solo había sido capaz de pensar que Mathilde tenía
unos dientes preciosos. Y la envidiaba. Envidiaba a esa joven que se tomaba la
libertad de llorar.


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