Esa mañana, antes de que la calefacción cambiase el rumbo de su día, Diego se
había ilusionado pensando que la nieve lo agraciaría con uno de sus déjà vu. Los
coleccionaba como cromos desde que —más o menos a los catorce años— se había
dado cuenta de que experimentaba a menudo la sensación de vivir algo que ya había
vivido y había empezado a anotar las huellas del otro lugar en un cuaderno con la
tapa roja. Le encantaba la idea de estar inmerso en el gigantesco fichero del que el
azar pescaba los acontecimientos, las sensaciones y los olores que se manifestaban en
los momentos más inesperados.

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