«Simón está muerto —pensó como en un sueño—. Simón no oye la lluvia».
Durante dos o tres segundos volvió a ver al jovencillo con su álbum de dibujo y esa
expresión a la vez implorante e inquieta en el fondo de las pupilas, como un perro
castigado. «Dime lo que piensas de mis croquis…». Su timidez, ese no sé qué de
herido en la mirada… No se le podía decir que no, y abusaba de ello en seguida, se
insinuaba. Recordaba aquella ridícula historia de la flor y esa llantina indigna…
Bruscamente, la mano de Joseph se extendió como para apartar el recuerdo de
aquellas cosas. Pensar en los muertos no servía de nada.

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