El primer bando pretendía evocar el pasado: era una especie de teatro ebrio de sí
mismo, compuesto en su mayoría por jóvenes norteamericanos en la veintena y la
treintena, que se hacían llamar «expatriados» aunque fueran poco más que turistas
literarios que prolongaban la estancia en la ciudad fascinados por las leyendas de
Hemingway y Gertrude Stein. Se reunían en los cafés a comentar chismes, calumniar
y recrearse en las viejas historias de la generación perdida, desdeñando el legado
recibido. Se turnaban amantes de ambos sexos, jugaban a ser existencialistas,
fundaban revistas de vanguardia en las que se publicaban unos a otros, alardeaban de
haber visto a Sartre en Les Deux Magots y derrochaban sin tregua ni remordimientos
la arrogancia de su juventud. A diferencia de aquella hornada de expatriados, que
habían madurado y vuelto a casa, pensaban seguir en París sin dejar nunca de ser
jóvenes. Formaban una pequeña ciudad de frentes blancas y relucientes, aunque con
los dientes manchados por el exceso de whisky y de vino, y por los fuertes cigarrillos
franceses. Hablaban solo inglés americano, su francés era malo.

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