—No. Prefiero quedarme de pie. Escúchame —dejó pasar un instante y luego
murmuró—: Estoy perdido, David.
Estas palabras cayeron en medio de un profundo silencio.
—¿Has oído lo que acabo de decir? —preguntó Joseph.
—Sí —dijo la voz tranquila de David en la oscuridad—. Supongo que hablas de
la salvación de tu alma.
—Naturalmente.
—Entonces sólo Dios sabe si estás perdido.
—Sé lo que me digo. Estoy perdido. Esta noche, hace un rato, he tenido la
certidumbre de ello. No puedes ni imaginarte todo lo malo e impuro que hay en mí.
Ni yo mismo lo sabía. Hace quince días no lo sabía. Me ha venido de golpe. Ha sido
una revelación y he tenido miedo. Sí, me creía justo y recto ante Dios, como… como
tú; pero no es cierto. Si supieses los pensamientos que a veces atraviesan mi espíritu,
no volverías a hablarme. Te he mentido…
—Calla —dijo David—. Desde hace un rato estás hablando como un loco.
—Déjame acabar. Si estuviese salvado viviría de otro modo; mis actos
demuestran, no obstante, que estoy perdido. Esta noche he actuado como un
condenado.
—No quiero saber lo que has hecho —interrumpió David.
—Me vas a escuchar a pesar de todo. Me había jurado no acostarme en mi cama
por culpa de cierto pensamiento que se me había ocurrido mientras la miraba. Quería
dormir en el suelo. Ya ves, presentía lo que iba a ocurrir. Cedí. He…

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