Marvin apuntaba alto. Qué feliz le hubiera hecho —le dijo Bea durante la pausa
del almuerzo en la sala de profesores a la señora Bienenfeld, que daba clases de
historia— ser descendiente de un Borbón, o incluso de un Borgia, aunque con un
Lowell o un Eliot se habría conformado. Por desgracia, era nieto de Leib Nachtigall,
un pobre paleto emigrado de una miserable aldea de la provincia de Minsk,
Bielorrusia. El pobre Marvin no guardaba ninguna relación con el zar de todas las
Rusias, a menos que quisiera citar cierta conexión negativa: el abuelo Leib había
escapado al servicio militar obligatorio del zar viajando de polizón y desembarcando
en Castle Garden, sin más equipaje que una andrajosa bolsa de cuero, para emprender
su andadura en el Nuevo Mundo. Marvin, el milagroso Marvin, era el milagro obrado
por la milagrosa América. A estas alturas era un californiano devoto. Y lo más
admirable era que fuera conservador; republicano, de hecho, un reaccionario, ¡un
Borbón o un Borgia estadounidense! O, si se insistía en bajar un peldaño en el
escalafón, un Lowell o un Eliot. Y, si de verdad tenía que bajar más, apenas un poco,
resultaba que se había casado con una Breckinridge, la hermana de un compañero de
clase en Princeton, cuya sangre azul satisfacía las exigencias de Marvin.

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