No sé si era mi miedo acumulado o la necesidad de dinero, pero el hecho es que
estaba temblando de nervios y la voz me salió quebrada. Esa era la dirección que me
habían dado y allí estaba. En la puerta de los talleres de Campagne Première.

—¡Alice Humbert!

Tuve que repetirlo varias veces para que me escucharan. «Soy Alice, Alice, la
chica del lunes». Aunque sorprendida al principio, la necesidad me hizo coger aire,
ajustarme el abrigo y entrar al pasillo de los talleres. Subí las escaleras, me atusé el
pelo dejándome los rizos tras las orejas, las tenía chiquitas y me gustaba que se me
vieran, me retoqué el carmín y comprobé que el cuello de la blusa estaba en su sitio.
No hacía ni cinco minutos que me había lustrado los zapatos pero volví a hacerlo con
mi pañuelo antes de tocar el timbre, excitada ante la novedad. Cuando se abrió la
puerta, yo estaba arrodillada apurándome en la faena de parecer una chica limpia. Él
estaba frente a mí, vestido con bata blanca, llena de manchas de pintura de colores,
cigarrillo apagado en la comisura de la boca y un aire insolente que no me dio
ninguna confianza. Era lo peor que me podía pasar para mi aprensión al desnudo.

Debieron notármelo en la cara los cinco chicos que había en el taller.

—Es su primera vez, ¿no? —sospechó el más joven cuando me vio agarrada a mi
bolso en la puerta de la entrada al taller. Inmóvil.

—Sí —titubeé.


—Pues pase, hágalo rápido y ya está. Es la mejor forma de olvidar que está
desnuda, es un mero trámite para el arte.

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