Una Tienda en Paris. Maxim Huerta.

Me quedé inmóvil. El aire que respiraba me parecía nuevo porque alguien había
tomado la decisión por mí. No era la primera vez. Recibí un verdadero golpe el día en
que el veterinario nos dijo que había que dormir al perro. Lo de dormir era otra forma
de difuminar la realidad, lo tenían que matar. Me dijeron que decidiera yo. El
veterinario había luchado por mantener vivo a mi compañero de vida, un teckel de
pelo duro que había sobrevivido a un tumor y una caída desde la ventana, un golpe
que amortiguaron las hojas de un árbol, pero que le dejó convaleciente con las dos
patitas traseras rotas y reventado por dentro. Por las noches, cuando venía a darme un
beso a la cama antes de dormir, ya no me reconocía, pero debía tranquilizarle porque
se quedaba dormido a mis pies, envuelto en una manta que mi tía dejaba bajo la
cama. Yo habría dado mi vida por él, tenía tanta energía cuando huíamos escaleras
abajo que verle ahora pasar las horas de espera en esa farsa que había inventado el
veterinario era horrible, no había manera de retener la esperanza. A partir de aquel
momento, mi desesperación se convirtió también en mi prioridad. Yo me marchaba al
colegio pensando que al volver estaría muerto. Pero cuando regresaba, el pequeño
teckel seguía marchito en su dolor a la espera de que yo diera la funesta orden de
«vamos». Yo triunfaría si hacía fracasar al médico evitando la muerte con una muerte
casual. Creo recordar que un día, al llegar, me encontré a mi perro tirado en el pasillo
en medio de un charco de pis y me alegré, me tranquilizó haberme liberado de la
decisión.

—¡Está muerto! ¡Lupas se ha muerto!

Mi tía salió al pasillo maldiciéndome por los gritos que profería y le dio un golpe
suave con el mango de la escoba. El olor a pis parecía el olor de la muerte. Fue en
vano.

—Está en las últimas. Deberías paralizar el sufrimiento del pobre animal —
decretó ella dándose media vuelta.

Me fui corriendo a mi habitación porque mi perro seguía todavía vivo. Cuando
más tarde vino arrastrándose con su dolor habría querido matarlo de una patada, pero
solo pude llorar al verle desde el suelo pidiéndome el adiós. Sus pupilas grises eran
ya una defunción anunciada, apenas podía verme entre sus cataratas y aun así me
quería besar. Creo que se dio cuenta de que yo era la persona encargada en la casa de
poner fecha y hora para acabar con su angustia.

—Ya está bien. Así no puede seguir —sentenció inflexible tía Brígida.



A la mañana siguiente, en la mesa de la biblioteca me encontré su correa de piel
con la chapita de su nombre grabado. Mi tía había madrugado para llamar al
veterinario antes de mi desayuno y había tomado la decisión por mí. Yo me enteré de
su muerte en ese momento, al llegar a casa. No dije nada. Me había quedado huérfana
por segunda vez. Y sí, yo no había podido tomar la decisión.

Comentarios

Entradas populares